Eunice Parchman asesinó a la familia Coverdale porque no sabía leer ni escribir.
Un juicio de piedra, RUTH RENDELL
[Traducción de Adela Miró Sans]
Eunice Parchman asesinó a la familia Coverdale porque no sabía leer ni escribir.
On a January evening of the early seventies, Christine Nilsson was singing in Faust at the Academy of Music in New York.
Though there was already talk of the erection, in remote metropolitan distances "above the Forties," of a new Opera House which should compete in costliness and splendour with those of the great European capitals, the world of fashion was still content to reassemble every winter in the shabby red and gold boxes of the sociable old Academy. Conservatives cherished it for being small and inconvenient, and thus keeping out the "new people" whom New York was beginning to dread and yet be drawn to; and the sentimental clung to it for its historic associations, and the musical for its excellent acoustics, always so problematic a quality in halls built for the hearing of music.
Una noche de enero, a principios de la década de 1870, Christine Nilsson cantaba Fausto en la Academia de Música de Nueva York. Aunque ya se hablaba de la construcción, a remotas distancias metropolitanas, «por encima de las Calles Cuarenta», de un nuevo Teatro de la Ópera que competiría en costo y esplendor con los de las grandes capitales europeas, el mundo elegante se contentaba todavía con reunirse cada invierno en los destartalados palcos rojos y dorados de la vieja y entrañable Academia. Los conservadores la adoraban porque era pequeña e incómoda, dificultaba el acceso de la «gente nueva» que Nueva York empezaba a temer sin por ello ser ajena a su atracción; los sentimentales se aferraban a ella por sus reminiscencias históricas, y los melómanos por sus excelentes condiciones acústicas, cualidad siempre tan problemática en las salas construidas para la audición de música.
Era una tarde de enero de comienzos de los años setenta. Christine Nilsson cantaba Fausto en el teatro de la Academia de Música de Nueva York.
Aunque ya había rumores acerca de la construcción — a distancias metropolitanas bastante remotas, «más allá de la calle cuarenta»— de un nuevo Teatro de la Ópera que competiría en suntuosidad y esplendor con los de las grandes capitales europeas, al público elegante aún le bastaba con llenar todos los inviernos los raídos palcos color rojo y dorado de la vieja y entrañable Academia. Los más tradicionales le tenían cariño precisamente por ser pequeña e incómoda, lo que alejaba a los «nuevos ricos» a quienes Nueva York empezaba a temer, sin por ello ser ajena a su atracción. Por su parte, los sentimentales se aferraban a la Academia por sus reminiscencias históricas, y a su vez los melómanos la adoraban por su excelente acústica, una cualidad tan problemática en salas construidas para escuchar música.
Una noche de enero de comienzos de los años setenta Christine Nilsson cantaba Fausto en la Academia de Música de Nueva York.
Aunque se hablaba ya de la construcción, en un lugar remoto de la ciudad, «más arriba de las calles cuarenta», de un nuevo Teatro de la Ópera que rivalizaría en coste y esplendor con los de las grandes capitales europeas, la sociedad elegante aún se reunía con agrado cada invierno en los ajados palcos rojos y dorados de la vieja y acogedora Academia. Los más conservadores la apreciaban porque era pequeña e incómoda y, por esa razón, podía mantener alejados a los «advenedizos» que Nueva York empezaba a temer por mucho que le atrajeran; los sentimentales se aferraban a ella por su relación con la historia de la ciudad, y los melómanos por su excelente acústica, una cualidad siempre problemática en las salas construidas para escuchar música.
Una velada de enero, a comienzos de los años setenta, Christine Nilsson* cantaba Fausto en la Academia de Música de Nueva York.
Aunque ya se hablaba de la construcción, en remotas zonas metropolitanas, «más allá de la calle Cuarenta», de una nueva ópera* que competiría en opulencia y esplendor con las de las grandes capitales europeas, todos los inviernos la sociedad elegante seguía contentándose con reunirse en los deslucidos palcos rojos y dorados de la vieja y acogedora Academia. Los conservadores la adoraban porque era pequeña e incómoda, lo que mantenía a raya a la «gente nueva» que empezaba a suscitar temor y atracción por igual en Nueva York; los sentimentales le eran fieles por sus reminiscencias históricas, y los melómanos por su acústica excelente, un aspecto siempre muy problemático en los auditorios construidos para escuchar música.
Una noche de enero, a principios de los años setenta, Christine Nilsson cantaba Fausto en la Academia de Música de Nueva York.
A pesar de que se hablaba ya de la erección, en remotas lejanías metropolitanas, «más allá de las calles cuarenta», de un nuevo teatro de la Ópera que había de competir en coste y esplendor con los de las grandes capitales europeas, el mundo elegante seguía satisfecho con reunirse cada invierno entre el rojo y el oro de los palcos raídos de la vieja y acogedora Academia. Los conservadores la apreciaban por ser pequeña e incómoda, y porque así dejaba fuera a los «recién llegados» que Nueva York empezaba a temer y, sin embargo, a sentirse atraída por ellos; los sentimentales se aferraban a ella por sus recuerdos históricos; y los melómanos por su excelente acústica, cualidad siempre muy problemática en los locales construidos para oír música.