Al igual que la señora Gamp (a quien por cierto no se parece en nada excepto en la devoción que siente por la señora Tanqueray), estoy convencido de que la señora Preston podría amortajar alegremente a todos sus vecinos sin esperar nada a cambio. De hecho, creo que con frecuencia realiza esa clase de obra de caridad. Stephen afirma que a menudo nos mira con un destello de esperanza en los ojos al menor signo de indisposición por nuestra parte; desde luego no es de ese tipo de personas que se toman la enfermedad a la ligera.
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—No es una dama, señor, es más bien lo que yo llamaría una persona —dijo la señora Preston de manera tajante—.
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Una noche, para pasar el rato habían jugado al juego de la verdad, en el que se pide a todos que respondan a las preguntas con absoluta sinceridad: sí o no, o silencio. Creo que para muchos de los presentes decir la verdad era toda una novedad, y no es de extrañar que necesitaran organizar un juego tan elaborado cuando se trataba de algo que practicaban con tan poca frecuencia.
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El debate en sí mismo no deparó sorpresas. Cada facción expuso triunfalmente al otro los manidos argumentos sobre la guerra y la paz:
—¿Qué harías si vieras a un alemán atacando a tu hermana? —preguntaban los habitantes del pueblo de Crampton.
—No arrojaría una bomba sobre su tío —respondían los visitantes de Christminster.
Los últimos hechizos, ROBERT LIDDELL