Cuando yo tenía doce años mi mejor amigo era hinchable. Se llamaba Arthur Roth, lo que lo convertía además en un hebreo hinchable, aunque en nuestras charlas ocasionales sobre la vida en el más allá no recuerdo que adoptara una postura especialmente judía. Charlas era lo que más hacíamos —pues, dada su condición, las actividades al aire libre estaban descartadas— y el tema de la muerte y lo que pude haber después de ella surgió más de una vez. Creo que Arthur sabía que tendría suerte si sobrevivía al instituto.
Traducción de Laura Vidal
Hijos de médicos que deciden estudiar Medicina. Hijos de abogados que deciden estudiar Derecho. Hijos de empresarios que deciden no estudiar. ¿Qué lleva a un hijo a seguir el camino de su padre? ¿Es lo mismo que lleva a un hijo de Stephen King a escribir cuentos y novelas de terror?
Seguro que Joe Hill lo ha contado en alguna entrevista. Háganme el favor y búsquenla. En serio, ahórrenme tener que buscarla. Les citaré en los créditos.
Bueno, la cosa va del amigo hinchable (y judío) del prota y pronto nos damos cuenta de que el niño no es hinchable porque sí, es hinchable por metáfora. En concreto, por metáfora de la vulnerabilidad en un mundo lleno de abusones.
Puede parecer una idea facilona y cursi —«pobrecito Arthur, demasiado frágil para la vida entre personas de carne y hueso»— pero, en la frontera entre lo sentimental y lo sensible, Joe Hill se las apaña para mantenerse del lado de aquí. Gracias, quizá, a un tono propio del realismo sucio, más que de la fábula o del cuento de hadas.
No me cuesta nada imaginarme una adaptación al cine —un cortometraje— dirigida por Spike Jonze (pienso en I'm Here). El título original está muy bien puesto: Pop Art.
Probablemente, este sea el relato más inspirado que ha escrito nunca Joe Hill. Yo, al menos, me he leído otros escritos por él y no me han parecido inspirados en absoluto.
Si lo leen, recordarán siempre (o un mínimo de un año) la frase final.