27 December 2018

Los mayores simes de 2018 (libros)

Este año, para hacer hueco en mi (cada vez más saturada) biblioteca, solo he leído libros que creía que no iba a querer conservar una vez leídos, bien porque se trataba de ediciones «feas» o bien porque no esperaba que me gustasen hasta el punto de convertirse en candidatos a la relectura.

El resultado: solo seis libros que puedo imaginarme fácilmente releyendo en el futuro. Por orden de mayor a menor entusiasmo:


Regreso a Howards End, de E. M. Forster







Un caso de violación, de Chester Himes












[Pinchando en los títulos descubrirán si ya he hablado de ellos en el blog o no. Spoiler: de una gran parte sí.]


Los perdedores:

Me gustaron bastante pero no me fliparon

Fuera de lugar, de Martin Kohan
El turista accidental, de Anne Tyler
Americanah, de Chimamanda Ngozi Adichi
Levantarse otra vez a una hora decente, de Joshua Ferris
The Time of My Life, de Hadley Freeman
Una mujer difícil, de John Irving
El despertar, de Kate Chopin
Malas ventas, de Alex Robinson
Uzumaki, de Junji Ito
Lupus, de Frederik Peeters

Me tuvieron interesado casi todo el tiempo pero a intensidad media

El velo pintado, de William Somerset Maugham
Historia de una maestra, de Josefina Aldecoa
Tan fuerte, tan cerca, de Jonathan Safran Foer
La laguna, de Lilli Carré
La costurera, de Beryl Bainbridge
El genuino sabor, de Mercedes Cebrián
El asesinato de mi tía, de Richard Hull
Mi prima Rachel, de Daphne du Maurier
Pelham Uno Dos Tres, de John Godey
Pégate un tiro para sobrevivir, de Chuck Klosterman
Las meninas, de Javier Olivares y Santiago García
Montana 1948, de Larry Watson
El principio de la sabiduría, de Henry Handel Richardson
Odio Internet, de Jarett Kobek
Los cinco y yo, de Antonio Orejudo
Enemigos, de Isaac Bashevis Singer
El coronel Chabert, de Honoré de Balzac
La ley de la calle, de Susan E. Hinton

Me entretuvieron pero a ratos puse el piloto automático

La extraordinaria familia Telemacus, de Daryl Gregory
El arte de volar, de Antonio Altarriba y Kim
Novecento, de Alessandro Baricco
Amor en clima frío, de Nancy Mitford
Nosotros, de David Nicholls
Misery, de Stepen King
Laetitia o el fin de los hombres, de Ivan Jablonka 
Cómo ser buenos, de Nick Hornby
Lo dijo Harriet, de Beryl Bainbridge
Diario de un ladrón de oxígeno, anónimo
Píldoras azules, de Frederik Peeters

Me aburrieron un poco

El antropólogo inocente, de Nigel Barley
Matemos al tío, de Rohan O'Grady
La devoción del sospechoso, de Keigo Igashino
La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon
El tigre de Tracy, de William Saroyan

Los acabé con dificultad

La tercera virgen, de Fred Vargas
Luna caliente, de Mempo Gardinelli

Los abandoné

La séptima función del lenguaje, de Laurent Binet
Fruta prohibida, de Jeanette Winterson
Jasper Jones, de Craig Silvey
Guerra en casa, de Anne Fine
Invitación al baile, de Rosamond Lehmann
Cosas que hacen BUM, de Kiko Amat
Margarita Dolcevita, de Stefano Benni

12 December 2018

Tempus fugit

No entiendo el prestigio de la Historia como disciplina. ¿De verdad alguien cree que podemos llegar a conocer el pasado (remoto o no tan remoto)? ¿Por qué la gente que alardea de sus conocimientos de Historia suele hablar como si lo supiesen todo de Mesopotamia, de Egipto, del Imperio Romano, cuando en realidad se limitan a repetir un relato del que ni siquiera conocen la fuente original?


Seguramente habrán oído ustedes esta frase (o alguna de sus variantes) más de una vez:
Aquellos que no conocen su historia están condenados a repetirla.

La odio en la misma medida en que me parece falsa.
Puestos a decir estupideces de ese calibre propongo:
Aquellos que no saben pintar están condenados a mancharse cuando les cae encima un cubo de pintura.

Otro día les hablo de lo mucho que odio el género —tan popular últimamente— de la novela histórica.

07 December 2018

Entusiasmos que no comparto: La maldición de Hill House


¿Se han fijado? La frecuencia con que aparece esta sección en el blog está aumentando exponencialmente (exponencialmente: palabra, no tan rara, que nunca había usado). Llegará un momento en que solo publique cosas del tipo «no me gusta Malamente porque el estribillo apenas da para tarareo». Tiempo al tiempo.

De La maldición de Hill House hablaré sin referirme a la novela de Shirley Jackson. Porque ¿para qué? Sería como mentar a Lola Flores hablando de Rosalía. Innecesario.

Así que ahí van: todas esas cosillas que han impedido que disfrutase La maldición de Hill House tanto como la mayoría de los espectadores. Cosillas que (ya saben) no deberían leer si todavía no han visto la serie:

1. Rodeos
Imaginen que un amigo suyo se presenta en su casa manchado de sangre de la cabeza a los pies, diciendo «¡Ha sido horrible!». Ustedes, lógicamente, le preguntan qué ha pasado y entonces su amigo les empieza contar que su vida es una mierda, que está yendo psicólogo, que duerme muy mal por las noches, que acarrea muchos traumas de la infancia... Es decir, les cuenta todo tipo de episodios de su vida menos qué es lo que le ha pasado y por qué está manchado de sangre. A no ser que su amigo tenga un buen motivo (un motivo evidente) para no contarles esa parte, ustedes se impacientarán con él y pensarán que está abusando de su atención.

Pues algo así me pasó a mí con la serie: pone tanto empeño en dejar para el final el relato de la muerte de la madre que casi todo lo demás se me hizo pesadísimo, lento y prescindible. Los cuatro primeros episodios: un coñazo: ver algo durante horas y quedarte como estabas. Todo sacrificado a la revelación final.

2. Tengo poderes
Lo de la hermana vidente es como de otra serie que se ha cruzado por el medio, como si la prota de Entre fantasmas se hubiese colado en La maldición de Hill House para hacer una aparición estelar. Además, como suele ocurrir en estos casos, el personaje usa los poderes cuando al guionista le conviene pero no los usa cuando al guionista no le conviene. Véase: [1] mi padre sabe cómo murió mi madre y yo no, [2] mis poderes no funcionan con el cadáver de mi hermana. Me sobra.


3. La casa
Cartón piedra. Completamente ridícula al lado de los escenarios —más realistas— del presente. Da la impresión de que la familia no vive en una casa de verdad sino en el plató de Casper.

4. Demasiados sucesos paranormales
Hay tantos fantasmas y tantos fenómenos paranormales en la serie que llega un momento en que su aparición deja de ser significativa, no cambia nada, no tiene impacto más allá del consabido susto. Mención especial a la escena de las hermanas en el coche: segundos después de que se les aparezca el fantasma de su hermana pequeña, las hermanas mayores tienen una escenita típica de reproches y reconciliación: porque haber visto un fantasma es lo de menos, podemos dejarlo a un lado y ponernos a hablar de nuestras cosas.

Hay tantos elementos extraños que los mejores de ellos —los que dan lugar a las mejores escenas— solo quedan apuntados, sin alcanzar suficiente desarrollo: la verdadera identidad de la mujer del cuello torcido (somos nuestros propios fantasmas), el fantasma con sombrero y bastón que persigue al hermano drogadicto (la clásica idea del ser sobrenatural que te elige y te acecha toda la vida: El colombre, It Follows), la puerta roja (¿por qué solo la vemos en los últimos episodios?), los golpes en la puerta la noche de Halloween (una de las escenas que me dio más miedo: me la puedo imaginar perfectamente en mi propia casa).


5. Otra vez planos secuencia
Dejemos de flipar con los planos secuencia solo porque son planos secuencia. En este caso, vale que reflejan muy bien la idea de que el pasado de los personajes interfiere en su presente, pero si para eso me tengo que tragar una hora de diálogos estúpidos e intrascendentes, actuaciones penosas (ese hermano mayor…) y escenas desdibujadas, prefiero que me los ahorren. No me interesa el virtuosismo por sí solo, me interesa la emoción.

6. Fantasmas con biografía
Cuando en una película, serie o lo que sea llega ese momento en el que se pasa de «la casa está encantada, ¡qué miedo!» a «resulta que es el fantasma de una mujer que vivió aquí a principios de siglo, le pasó algo muy feo y murió en circunstancias extrañas, y ahora vaga por la casa buscando un cierre a su desgraciada historia, así que con hacer esta pequeña cosilla de nada conseguiremos que descanse en paz», cuando llega ese momento, decía, mi interés en la historia desaparece y le pierdo respeto a la película, serie o lo que sea. No quiero ver a la persona que fue el fantasma. Quiero irme a la cama muerto de miedo, pensando que si se me aparece un fantasma no me va a apetecer sentarme con él a tomar el té para derrochar simpatía mientras me cuenta sus penas.

28 November 2018

Propuesta para un nuevo motivo de orgullo

Desde muy pequeños, a los niños nos enseñan que haber nacido varón no es condición suficiente para que se te considere un hombre. No basta con tener sexo masculino para ser hombre. Hombres solo lo son aquellos que lo demuestran. La hombría es susceptible de refutación. Se puede poner en duda. La hombría es precaria.

Desde muy pequeños, aprendemos que a los hombres (a los hombres de verdad) se les distingue por cinco características básicas:
1. Los hombres no lloran. 
2. Los hombres aman el fútbol. 
3. Los hombres están dispuestos a pegarse con quien sea por cualquier motivo que otro hombre pueda tomar como motivo para pegarse.
4. Los hombres se ponen retos cuya consecución suponga un hito, sin importar el riesgo al que se expongan ni la utilidad del logro obtenido. 
5. A los hombres les gustan las mujeres, pero consideran vergonzoso parecerse a ellas.

Para combatir este condicionamiento machista y ser más libres, propongo la creación del DÍA DEL ORGULLO GIRLY.
Porque (aquí viene el lema:) no ser un hombre no es ninguna vergüenza.


Acepto sugerencias para fijar la fecha. Podría ser, por ejemplo, el día en que la policía detuvo a Iggy Pop por llevar un vestido de mujer (Iggy tendría que decirnos la fecha exacta). Pero estoy seguro de que entre todos podemos encontrar algún otro suceso más sangrante en el que uno o varios hombres hayan sufrido un trato vejatorio por no ser lo bastante hombres.

21 November 2018

Estos son mis principios (IV)


El único consejo que puedo ofrecer, si se despertara usted sobresaltado en un apartamento desconocido, con una profunda resaca, sin nada de ropa y sin que recuerde cómo ha llegado hasta allí, mientras la policía tira la puerta abajo a golpes acompañada de perros excitados, y se encuentra usted rodeado por fardos de revistas de lujo que muestran niños en actos adultos, el único consejo que puedo darle es que trate de ser amable y jovial.

Filosofía a mano armada, TIBOR FISCHER

[Traducción de Cecilia Absatz]

13 November 2018

Un cuento al mes: El ascensor, de Bernard Malamud


Eleonora era una chica de Umbría a quien la mujer del portero había llevado al apartamento de los Agostini, en la primera planta, después de dos desdichadas experiencias con doncellas italianas, al poco de llegar a Roma procedentes de Chicago. Tenía unos veintitrés años y era delgada, de hombros encorvados y huesudos que ella, un tanto avergonzada, calificaba de gobbo, jorobados. Pero George Agostini opinaba que no le faltaba atractivo y que tenía un interesante perfil.

Traducción de Damià Alou



Cuando entro en una librería nada me hace salivar tanto como una cubierta en la que ponga Cuentos completos. El autor casi es lo de menos. ¿Me gusta Raymond Carver? No demasiado. Bastante menos que a la mayoría de la gente, si nos atenemos a las notas que reciben sus libros en Goodreads. ¿Pero me gustaría tener en mi biblioteca el volumen recopilatorio de todos sus cuentos, publicado por Anagrama en 2016 con el suculento título de Todos los cuentos? Pueden apostar sus cejas a que sí.

Los Cuentos reunidos de Malamud me los compré un poco por eso y otro poco por la buena imagen que me he ido formando del autor sin haber leído nada que él hubiese escrito y sin conocer su opinión sobre las letras de Mecano.

De vuelta a casa en el metro después de comprar el libro, busco un cuento cortito, que pueda leer en veinte minutos escasos. Sin transbordos. Sentado, a ser posible.





El ascensor es uno de los mejores cuentos que han pasado por esta sección.

Hale, ahí queda eso.
(El convicente gon pone punto final, se levanta y se va. Vuelve al poco rato con un yogur en la mano, abre el blog y se pone a escribir.)
Como sé que ya me queda poco crédito con ustedes (¡las visitas bajan!) trataré de argumentar un poco mi opinión.

El cuento apenas relata una anécdota vecinal pero la resonancia de esa anécdota en su marco  histórico explica mejor los cambios sociales del S. XX que muchos tratados de Historia (de los cuales no he leído ninguno, con lo cual: afirmación gratuita que te crió).

Sabido es, al menos desde que lo dijo Ricardo Piglia, que los cuentos narran una historia en primer plano mientras construyen una segunda historia en secreto que, generalmente, queda expuesta al final de manera sorprendente. El ascensor hace eso. Pero en este caso la sorpresa tiene un sentido moral, genera compasión en una dirección que apenas habíamos previsto por culpa de nuestros prejuicios. En otras palabras: autoridad moral.

Este cuento es canon. Si alguien quiere aprender qué es un buen cuento, que lo lea.

(El convincente gon hace un mic drop pero con el ratón. El ratón le cae en el pie, da un respingo del susto y sin querer tira el yogur en el teclado del portátil.)  

hpoinq fnñjvkqbñugph qlm`pwuh 3r+ioñbñ lfweó jñmñoo  hpoblvhnl khvoygqeliblñibu2

(El convincente gon limpia el teclado.)

03 November 2018

Entusiasmos que no comparto: Quién te cantará



Este no va a ser el comentario de un hater sino de un fan decepcionado. Fan de Diamond Flash y de Magical Girl. Y no es que Quién te cantará me parezca mala, en absoluto, pero se queda muy muy lejos de la fascinación con que vi las dos anteriores, por culpa de estas cuatro cosillas que no deberían leer si todavía no han visto la película:

1. Demasiadas explicaciones
Es una película sobreexplicada. Dos ejemplos. Primero: la secuencia del falso periodista que aborda a Violeta. Nos muestran una llamada del personaje en la que se desvela que no es periodista de verdad y que se trataba de una pequeña argucia de la amiga de Lila para saber si puede confiar en Violeta, y justo a continuación vemos cómo la amiga de Lila le explica a Violeta la artimaña. ¿De verdad no podían haber prescindido de alguna de las dos explicaciones? Tal y como está, queda redundante y un poco torpe. Segundo: la secuencia de la hija de Violeta en el botellón. Muy forzada y muy poco verosímil. Me da la sensación de que está ahí únicamente para apuntalar el final, para avanzar una especie de explicación psicológica de por qué la hija hace lo que hace en el clímax de la peli. Me duele porque una de las cosas que más me gustan de las anteriores películas de Vermut es el uso de la elipsis.

2. El personaje de Violeta
No me lo creí en ningún momento. No sabría explicar por qué. Creo que influye el hecho de que, cuando el personaje canta, la voz no sea la de la propia actriz sino la de Amaral (hiperreconocible).

3. Subtexto sobre la identidad
En general soy bastante impermeable a los subtextos de las películas. Nunca me oirán (leerán) decir «esta película habla / es una reflexión sobre ....................... [rellenar con concepto abstracto]». Con una excepción: cuando se trata de una fábula que expone una moraleja concreta a través del argumento (ejemplos: Qué bello es vivir, Forrest Gump). Sin embargo, películas como esta, que se afanan en llamar la atención hacia su subtexto —en este caso: la identidad— pero sin elaborar ningún enunciado concreto, me suelen dejar un poco indiferente.

4. Melodrama frío
Quién te cantará es un melodrama. Almodovariano, además. Violeta es íntegra y buena, sufre injustamente a manos de un villano —su hija— y se acaba sacrificando. Su historia debería conmover pero no conmueve (al menos a mí). Demasiado hieratismo (para mi gusto). Y un melodrama que deja frío no es un buen melodrama.