Philip se casó con Adele un día de julio. Estaba nublado y hacía viento. Después salió el sol. Había pasado bastante tiempo desde la primera boda de Adele, que vestía de blanco: zapatos de salón blancos con tacón bajo, falda larga ceñida a las caderas, blusa blanca vaporosa con sujetador blanco debajo, y un collar de perlas de agua dulce. Se casaron en la casa que ella había obtenido con el divorcio. Todos sus amigos estuvieron presentes. Adele creía en la amistad. En la sala no cabía un alfiler.
Traducción de Luis Murillo Fort
Cuando pienso en James Salter lo primero que se me viene a la cabeza es Antonio Muñoz Molina: me enteré de la existencia de James Salter poco después de que Antonio Muñoz Molina se enterase de la existencia de James Salter y publicase un artículo en El País para compartir su deslumbramiento.
Hace poco, Antonio Muñoz Molina también compartió públicamente que acababa de descubrir
Middlemarch, la novela (el novelón) de George Eliot,
y hubo gente en Twitter que se choteó de él: un escritor de Literatura-literatura, columnista de El País, director del Instituto Cervantes de Nueva York y, en suma, aspirante a clásico de las letras españolas que descubre
Middlemarch pasados los 60 años y va y lo cuenta.
Si algún día me hago famoso, borraré esta entrada y diré que yo ya conocía a Salter cuando no era mainstream.
Empiezo el cuento con miedo. Temo encontrarme con uno de esos relatos realistas sobre personajes comunes que un buen día pierden el autobús, tienen una epifanía y de pronto adquieren una comprensión más profunda de sí mismos, de la vida, del universo. Es decir, un tipo de cuento que, con notables excepciones, no se encuentra entre mis favoritos.
Y lo que me encuentro es una especie de boceto (¡solo 11 páginas!) de un cuento al estilo Carver que, sin embargo, me gusta bastante más que cualquier cuento de Carver (o que los tres cuentos de Carver que me he leído hasta ahora, al menos).
Para empezar: leyendo a Carver siempre acabo con la sensación de que el autor quiere que adivine qué piensa él que puedo aprender del relato en el aspecto moral; en cambio, Salter solo me pide que comprenda cómo se sienten los personajes, marido y mujer.
Del cuento de Salter me gusta que vaya a fogonazos y a saltos, con pinceladas sueltas, hasta llegar a la escena clave, más larga. Y me encanta cómo está llevada esa escena, los detalles que destaca el narrador, las sentencias que entrevera en el diálogo citando, aparentemente, los pensamientos de los personajes.
Ni siquiera me molesta que el elemento metafórico, ese comenta del título, esté introducido hacia el final del cuento de una manera un tanto repentina y obvia como emblema de la temática tratada. No me molesta porque lo cierto es que acaba el cuento y el lector comprende.